Querido Karl,
Quiero disculparme, pedirte perdón por haber tardado tanto en contestar a tus cartas. Nuestra ruptura fue dolorosa y he tenido que atravesar un tiempo extraño antes de poder sentarme a escribir.
Estoy muy bien, estoy feliz. Vivo ahora en un pequeño pueblo del norte de España, en una casita con un jardín que adorarías.
Sé que lo imaginas, pero te confirmo que fui yo quien se llevó una de tus cámaras, es lo menos que podía llevarme, después de todo.
La sigo usando para hacer estudios de botánica. Pero ahora he introducido el color, vivo fascinada por poder captarlo en mis imágenes.
Trabajo con una norma ridícula y autoimpuesta, tomar solo plantas del jardín. De las que crecen silvestres y libres,  y de las que los jardineros fueron introduciendo en las últimas décadas.
Ahora que soy extranjera  y no me siendo del todo bien recibida, me interesa observar cómo la sociedad y los individuos tratan a  los que venimos de fuera, al igual que se trata a una planta foránea.
Así, hay plantas que se han introducido y que se tienen en gran estima, por su belleza o su rentabilidad, mientras otras se arrancan y destruyen, desde el desprecio y desde el desconocimiento.
También me sorprende cómo los jardineros arrancan afanosamente plantas silvestres que a mí me parecen preciosas, sin hablar del desconocimiento que existe  acerca de sus propiedades y de la necesidad de su existencia para el conjunto del jardín. Igual que se ignora lo valioso e imprescindible algunas capas de la sociedad.
 Así que los he despedido y ahora cuido yo de todo.
Cada día tomo fotos y cada día pienso en la metáfora de cómo tratamos a los demás a través de observar cómo tratamos a las plantas.
Y he llegado a la conclusión de que en ambos casos, somos idiotas.
Con cariño,
Ana

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